martes, 8 de mayo de 2018

Escena primera del libro noche de guerra en el museo del prado.

Rafael Alberti, Noche de guerra en el Museo del Prado, Acto único, Escena primera.


ACTO ÚNICO



Decorado único: Sala grande, central, del Museo del Prado, completamente deshabitada. Marcadas en los muros se ven, de diferentes tamaños, las huellas de los cuadros, que ya han sido retirados a los sótanos. El entarimado se halla cubierto de arena. Aquí y allá, espar­cidos, sacos terreros. A medio cubrir por éstos, una gran mesa del siglo XVI. Es una noche de guerra de Madrid, durante los días más graves del mes de noviembre del año 1936. Al levantarse el telón, no se adivina nada de lo que hay en la escena. Se oye un cañoneo le­jano. De una puerta oscura del fondo, avanzan dos farolones de luz amarillenta, llevados por el fusilado y el amolador, quienes los dejan en el suelo al detenerse ante la mesa. Cada uno, a la espalda, cuelga un viejo fusil. Los acompaña el manco, que arrastra un largo sable.

Manco (al fusilado y al amolador, que se mueven con aire de fa­tiga). — ¡A ver! Esos sacos. Aquí. Y aquellos otros, a este la­do. Que no quede un resquicio. De pared a pared. ¡Gran barricada va a ser ésta!

(El fusilado y el amolador comienzan lentamente a acarrear los sacos terreros.)

Fusilado. — Dicen que ya han ocupado la Pradera.

Amolador. — Y que se han visto moros por la calle Mayor.

Fusilado. — Y que el Emperador está otra vez en Chamartín.

Vieja 1 (todavía invisible). — ¡Ji, ji, ji! ¡Napoleón! ¡Qué risa!

Manco (alzando uno de los faroles y asomándose a la barricada). — ¿Quién puede andar entre los sacos?

(De entre los que ya cubren parte de la mesa, surge la vieja 1: Espantajo de negro con ojos de lechuza, bigotes y verruga con pelos.)

Vieja 1. — ¡Napoleón! ¡Napoladrón! Yo guardo su retrato... Al fondo de un bacín... ¡Ji, ji! ¡Cómo lo pongo al pobre todas las mañanas!

Manco. — ¿Qué diablos haces aquí, vieja bruja?

Vieja 1. — Espero. Soy una dama de la reina. ¿No tenéis un trago de vino? (Chirriando fuertemente.) ¡Pero qué frío hace esta no­che! ¡Qué puñetero retefrío!

Manco (tirándole una pequeña bota de tinto que le cuelga de un hombro). — ¡Toma! ¡Y a callar, borrachina! (A los hombres.) No hay tiempo que perder. (La vieja 1, entre chirridos y risitas bebe un largo trago y se oculta de nuevo entre los sacos, devol­viendo la bota por el aire.) Bueno. Ahora, aquellos de allí. (Se­ñala otros que hay dispersos por el salón. El fusilado, con el amolador, va a cumplir la orden, pero se apoya muy vencido con­tra la barricada.) No parece que andas con muchos ánimos, ¿eh? ¿Cómo te llamas?

Fusilado (encogiéndose de hombros). — ¿Yo? ¡Pchss! A mí me fusilaron en la Moncloa. Con las manos atadas. Por lo del 2 de ma­yo en la Puerta del Sol. ¡Perros franceses! No sé cuál es mi nom­bre. Lo olvidé. Puedes llamarme el Fusilado.

Manco (cogiendo la bota del suelo y dándosela). — Toma. (Mien­tras bebe.) ¿Y qué eras tú?

Fusilado. — Arriero. Entre Toledo y Madrid. Llegué la noche an­tes... (Después de una ligera pausa.) Bueno. Ya estoy mejor. (Al amolador.) Vamos.

Amolador (intenta andar, pero cae de rodillas). — Sacadme antes esta navaja de los huesos. No puedo casi respirar.

(Rueda por el entarimado.)

Manco (intentando sacarle la navaja que hasta la empuñadura lleva clavada en la mitad del pecho.) ¡A ver! (Al fusilado.) ¡Tú! Está demasiado honda para una sola mano.

Fusilado (logrando sacársela). — ¡Fuerte cosa! ¿Y por qué?

Amolador. — Por eso. Por una navaja. Yo era amolador. Afilaba cuchillos por las calles. Registraron la choza. Y me encontraron esa enterrada en un tiesto de geranios. Me dieron garrote... Des­pués me la clavaron... Y se fueron.

Voz de la vieja 1. — ¡Malditos franchutes! ¡Malditos franchutes!

Amolador (al manco, levantándose). — ¿Y ese muñón? No ha­brás venido al mundo sin un brazo...

Manco. — Un cántaro de barro y una jarra... Era mi oficio... Pregonaba en el Prado, en la Pradera, en San Antonio: (con una voz algo en sordina.) ¡Agua fresquita! ¡Agua! ¡De la fuente del Berro! Después, me hice artillero. Defendía el Parque de Monteleón... Me llevó el brazo un casco de metralla.

Amolador. — Te llamaremos el Manco... Y nuestro Capitán. Aquí no hay generales... Vas a mandarnos bien. Me gustas.

Amolador y fusilado (saludándolo militarmente). — ¡A tus ór­denes!

Vieja 1 (asomando la cabeza). — ¡Bravo, bravo, capitán de la reina! ¡A tu servicio!

Voz 1 (en la oscuridad). — ¡A tus órdenes!

(Aparece el estu­diante.)

Voz 2 (en la oscuridad). — ¡A tus órdenes!

(Aparece la maja.)

Voz 3 (en la oscuridad). — ¡A tus órdenes!

(Aparece el torero, estoque en mano. Estas mismas palabras — ¡A tus órdenes! ¡A tus órdenes!— como repetidas por un ejército invisible, siguen escu­chándose en lo oscuro, hasta perderse. Se oye, cercana, una gran explosión.)

Maja. — ¡Jesús! Tiran cerca.

Estudiante. — Parece que está ardiendo Madrid.

Maja. — ¿Pero puede saberse qué sucede? Yo andaba en San Isidro con mi novio. Una tarde, de pronto, sonaron unas bombas y nos bajaron a los sótanos precipitadamente.

Estudiante. — A todos nos fueron metiendo ahí. Las salas de esta casa se quedaron vacías.

Torero. —Nunca pude matar mi toro. Aquí traigo el estoque.

Fusilado. — Apriétalo muy bien en el puño. Va a servirte.

Vieja 1 (surgiendo nuevamente, con una escoba). — ¿Matar a estocadas al francés? ¡Pero si aquí en España son unos gallinas! ¡A escobazos, a escobazos los destripo yo a todos! ¡Ji, ji, ji!

(Ríe, sor­damente.)

Estudiante. — ¿Pero también andas aquí, bruja?

Vieja 1. — Más respeto, señorito estudiante, que soy tan patriota como usía. Y dama de la reina, la verdadera reina de las Españas.

Estudiante. — ¡Buenas están las reinas de las Españas!

Vieja 1. — La mía, no, descreído, que es toda una señora, una gran majestad soberanísima, capaz de helar de miedo la sangre a los demonios.

Manco. — He dicho que no hay tiempo que perder. ¡Vamos!

Torero (amenazando a la vieja 1 con el estoque). — ¡A obedecer al jefe, lechuza!

Vieja 1. — ¡Al jefe, al jefe! Pero no a un torerito que tiene en ca­da pie una lagartija. ¡Hay que verte correr delante de los cuernos!

Torero. — ¡Que te estoqueo y te dejo tiesa entre los sacos!

(Salta contra la vieja 1, que se esconde riendo.)

Manco. — ¡Basta! ¿Se me obedece o no? Hay que defender esta puerta. La que da a los Jerónimos. ¡De prisa!

(Todos se aprestan a seguir construyendo la barricada. Suenan, cercanas, otras ex­plosiones.)

Maja (llevando un saco, ayudada por el amolador). — Tiran de nuevo. Nunca escuché un estruendo como éste.

Amolador. — ¿Te asustan los cañones, niña?
Maja. — ¿A mí? Ni cañones, ni fusiles ni sables. Mira lo que aquí tengo.

(Se detiene, arremangándose la chaquetilla y mostrando una gran cicatriz.)

Amolador. — ¡Bárbaros! No se puede mirar.

Torero. — ¡Vaya estocada, moza! Ni que fueras un toro.

Fusilado. — Las mujeres son fieras. Y dan valor. A mí me fusilaron con la mía. ¡Las cosas que gritaba! La tuvieron que amarrar a un árbol. Luego, la desnudaron. Le cortaron los brazos a machete y los clavaron en las ramas.

Estudiante (con ira triste) — ¡Grande hazaña! Con muertos.

Manco. — Aquí no hay hombres ni mujeres. Todos somos lo mismo. Gente honrada de las calles de España.

(De la oscuridad, colgada a la cintura una bota de vino, surge el fraile.)

Fraile. — Yo también tengo faldas, aunque no tan vistosas como las de esa brava hembra. Y, como ella, me las remango.

Estudiante. — ¡Hola, Pater! Buenas noches.

Fraile. — Sí, buenas, buenas, hijos, porque aquí van a suceder cosas de las que se hablará per in secula seculorum.

Estudiante y otros (con sorna). — ¡Amén!

Fraile. — No se rían, que mis buenos franchutes me he cargado.

Manco. — Nadie lo duda, padre. Usted es de los nuestros. Ayude a hacer la barricada.

Fraile. — Brazos tengo, a Dios gracias.

Manco. — ¡Pues a la obra!

(Siguen acarreando en silencio.)

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